jueves, 4 de junio de 2015

“Chicas muertas” de Selva Almada

 
Por Víctor Torres

En el contexto de un reclamo histórico, NI UNA MENOS, y participando de las movilizaciones, leo “Chicas muertas” de Selva Almada. Casi como un presagio, el texto pareciera cerrar las historias viendo a una multitud que por las calles se aunaba en un sólo grito: basta de violencia de género.
El libro de Almada retracta en tres historias, que son miles, el terror que sufren las mujeres por el hecho de ser mujeres. La agresión como el recurso más pobre que un hombre, que deja de serlo cuando lo ejecuta, puede cometer. Un acto de violencia que no sólo es física sino verbal. El lamentable suceso que culmina con la muerte o perpetúa la dominación.
Jóvenes, lindas, madres. Pobres, porque la condición social que predomina en “chicas muertas” son media baja y baja en su mayoría. María Luisa, Andrea y Sarita -esta última aún desaparecida-, tres de muchísimos casos donde se ve lo peor de lo que llamamos humanidad. Cada una ultrajada de manera distinta pero con el mismo fin: la desaparición o la muerte si se niegan a ser poseídas.
Almada no sólo escribe un libro: trabaja, construye y reconstruye, denuncia, reclama. Es cronista, narradora, periodista. Lo que el Estado pareciera no querer saber (y que en el texto está ausente), la autora de “Ladrilleros” se preocupa por recorrer los caminos que transitaron las víctimas, ponerse en su lugar, todo lo que una investigación policial ignora, tal vez por una obvia complicidad.
Los hechos de violencia no suceden sólo en las grandes urbes. Naturalmente, en los pequeños pueblos del interior también ocurren y es tal vez donde todos saben qué y cómo pasó pero nadie se atreve a decirlo. En esos territorios se mueve la autora, con descripciones que cualquier lector las puede asociar al realismo mágico cual Rulfo o García Márquez. 



Debe hacer unos 40 grados a la luz de la luna, sobre el corsódromo que se levanta frente a la vieja estación de ferrocarril, hoy devenida centro cultural. De un lado de la calle están montadas las tribunas. Es el sector popular. Del otro lado hay mesas y sillas desde donde se puede ver el espectáculo con un poco más de comodidad. Por ser la última noche de carnaval, la entrada es gratis. Pero las sillas y mesas se pagan a un precio muy alto y hay que reservarlas con bastante anticipación (…) Unos tablones sobre barriles de aceite, levantados en las calles aledañas, son el expendio de choripanes y cerveza, servida en esos vasos de plástico de un litro en los que cabe la botella entera (…)
Cuando por fin nos estamos yendo rumbo a los autos estacionados en un predio, me llama la atención una voz todavía infantil que grita: vó a mí no me va a cogé, qué te pensá, negro puto, puto e' mierda. Una nena de doce años... se pelea con un grupito de varones”.

Sin embargo, de mágico no tiene nada (más allá de los videntes, gitanos y tarotistas que ponen una cuota de espiritismo a los diretes). Se trata de un texto doloroso, su lectura implica llenarse los ojos de bronca.
Almada logra, al mismo tiempo, un material literario y periodístico impecable. Su capacidad para narrar le otorga la autoridad para ser la pluma que cuente lo que la memoria traiciona. Pero justamente, lo más importante es tener memoria para que NI UNA MUJER MÁS sufra una agresión a manos de un hombre.