Por Víctor Torres
En el contexto de un reclamo histórico,
NI UNA MENOS, y participando de las movilizaciones, leo “Chicas
muertas” de Selva Almada. Casi como un presagio, el texto pareciera
cerrar las historias viendo a una multitud que por las calles se
aunaba en un sólo grito: basta de violencia de género.
El libro de Almada retracta en tres
historias, que son miles, el terror que sufren las mujeres por el
hecho de ser mujeres. La agresión como el recurso más pobre que un
hombre, que deja de serlo cuando lo ejecuta, puede cometer. Un acto
de violencia que no sólo es física sino verbal. El lamentable
suceso que culmina con la muerte o perpetúa la dominación.
Jóvenes, lindas, madres. Pobres,
porque la condición social que predomina en “chicas muertas” son
media baja y baja en su mayoría. María Luisa, Andrea y Sarita -esta
última aún desaparecida-, tres de muchísimos casos donde se ve lo
peor de lo que llamamos humanidad. Cada una ultrajada de
manera distinta pero con el mismo fin: la desaparición o la muerte
si se niegan a ser poseídas.
Almada no sólo escribe un libro:
trabaja, construye y reconstruye, denuncia, reclama. Es cronista,
narradora, periodista. Lo que el Estado pareciera no querer saber (y
que en el texto está ausente), la autora de “Ladrilleros” se
preocupa por recorrer los caminos que transitaron las víctimas,
ponerse en su lugar, todo lo que una investigación policial ignora,
tal vez por una obvia complicidad.
Los hechos de violencia no suceden sólo
en las grandes urbes. Naturalmente, en los pequeños pueblos del
interior también ocurren y es tal vez donde todos saben qué y cómo
pasó pero nadie se atreve a decirlo. En esos territorios se mueve la
autora, con descripciones que cualquier lector las puede asociar al
realismo mágico cual Rulfo o García Márquez.
“Debe hacer unos 40 grados a la
luz de la luna, sobre el corsódromo que se levanta frente a la vieja
estación de ferrocarril, hoy devenida centro cultural. De un lado de
la calle están montadas las tribunas. Es el sector popular. Del otro
lado hay mesas y sillas desde donde se puede ver el espectáculo con
un poco más de comodidad. Por ser la última noche de carnaval, la
entrada es gratis. Pero las sillas y mesas se pagan a un precio muy
alto y hay que reservarlas con bastante anticipación (…) Unos
tablones sobre barriles de aceite, levantados en las calles aledañas,
son el expendio de choripanes y cerveza, servida en esos vasos de
plástico de un litro en los que cabe la botella entera (…)
Cuando por fin nos estamos yendo
rumbo a los autos estacionados en un predio, me llama la atención
una voz todavía infantil que grita: vó a mí no me va a cogé, qué
te pensá, negro puto, puto e' mierda. Una nena de doce años... se
pelea con un grupito de varones”.
Sin embargo, de mágico no tiene nada
(más allá de los videntes, gitanos y tarotistas que ponen una cuota
de espiritismo a los diretes). Se trata de un texto doloroso, su
lectura implica llenarse los ojos de bronca.
Almada logra, al mismo tiempo, un
material literario y periodístico impecable. Su capacidad para
narrar le otorga la autoridad para ser la pluma que cuente lo que la
memoria traiciona. Pero justamente, lo más importante es tener
memoria para que NI UNA MUJER MÁS sufra una agresión a manos de un
hombre.