viernes, 31 de marzo de 2017

LA GRIETA

Cada vez que un nuevo conflicto político se avizora en nuestro país, la palabra grieta viene a representar una serie de posiciones distintas que tienden a definir “de qué lado está cada uno”. Pero ¿qué significa en verdad la expresión “ensanchar a grieta”? ¿Acaso se trata de una calle de “mano única”? ¿siempre pensamos lo mismo en esta sociedad?
Lo primero que hay que afirmar es que es positivo para una sociedad que existan disidencias a la hora de analizar un tema. El origen de la “grieta” no está en el gobierno actual, ni en el anterior, ni en la crisis del 2001, ni en la Guerra de Malvinas, ni en las dictaduras ni en el Peronismo o el Rosisimo.
Tal vez es posible analizar el término desde una perspectiva histórica que nos permita visualizar algunos momentos que ayudaron a marcar diversas posiciones acerca de ciertos hechos.
Nietzsche decía que no existe el hecho sino las interpretaciones. En este sentido, se trata de construir subjetividades, puntos de vistas, criterios, más que elaborar una teoría sobre tal o cual acción.
Si alguien marcó a fuego una posición justamente por sus ideas políticas, ese fue Sarmiento, quien en 1845 -en forma de folletín y desde el exilio- propone el binomio “Civilización y Barbarie”. No pretendo describir todo el entorno en que se enmarcan esos acontecimientos, pero desde lo conceptual marca una disyuntiva difícil de subsanar por esos años y que aún persiste en el inconsciente de una sociedad que se apasiona por las diferencias: el problema surge cuando se agreden las otras.
Pero lo que hace Sarmiento es “inaugurar” un pensamiento desde lo conceptual, porque en la Revolución de mayo la grieta también existía: no pensaban igual Saavedra que Moreno, por ejemplo. Y remontándonos más aún en el pasado, la “Conquista de América” está llena de polarizaciones si uno tiene en cuenta las lecturas que hablan de exterminio indígena, imposición del cristianismo y la lengua española, la esclavitud, la civilización o -como afirmaba Todorov- la otredad y los problemas de hermenéutica entre unos y otros.
Quiero decir: no hay “tal grieta”, en todo caso hay muchas. Lo que ciertamente no es negociable es pensar que acá no hubo Genocidio contra los Pueblos Originarios por medio del Estado que llevó adelante el General Roca, que el gaucho no fue obligado a la leva y oprimido, que el progreso era “para todos”, que los inmigrantes no fueron perseguidos por las ideas políticas que trajeron, que el Terrorismo de Estado no desapareció 30 mil personas y robó 500 bebés (el número es simbólico, leer a Martín Kohan al respecto). Negar éstos hechos va mas allá de “ensanchar la grieta”, es ignorar a desgano y descaro lo sucedido verdaderamente y que ha contribuido a que se disputen políticamente los espacios de hegemonía en los que los de abajo, los pobres, los negros, los indios, las minorías resistimos o reclamamos y luchamos para lograr una sociedad justa y equitativa.
Insisto: hay verdades y realidades que no se negocian, y la grieta allí ya no tiene razón de ser porque lo que se observa es tangible, no una ficción.
La gobernadora Vidal, por ejemplo, dice que los docentes “ensanchan la grieta”. Se escuda detrás de un término como si ella no tuviera su propia posición. Lo que los y las docentes hacen es luchar para no perder poder adquisitivo y pelear por mejorar las condiciones laborales en la escuela pública. La grieta, así, funciona como una excusa burda sin sentido de análisis. En todo caso, un Estado opresor que atenta contra los derechos ciudadanos es más tendiente a producir esa ruptura -a la que se le denomina Grieta- sin hacerse cargo de ello siquiera, porque el nivel de hostilidad demostrado por el gobierno contra los educadores es peligroso y nefasto.
¿Qué pasaría si no hubiera tal grieta? ¿Pensaríamos todos igual así sin más? ¿No coincidir con el otro/a es producir una herida mortal?
La grieta es una construcción ideológica. Nos guste o no. Y hay que disputar hasta el uso de los términos porque el lenguaje es un gran mediador entre lo que se piensa y cómo se piensa.
Por lo pronto, las grietas que hay en la paredes de mi casa son las que en verdad me asustan en este momento, aunque con un poco de enduído, pienso yo, se pueden simular muy bien. ¿Acaso disimular no es una virtud en este país?

martes, 28 de marzo de 2017

Libros prescindibles: un llamado crítico a las tramas del mercado editorial

Propongo a modo de ensayo, la posibilidad de poner en discusión la importancia o no de ciertos libros de la literatura occidental, planeadas muchas veces como modelos de lecturas.
Quienes estudiamos a la literatura sabemos de la influencia que tuvo el libro escrito por Harold Bloom (crítico norteamericano) llamado “El canon occidental” -de 1995- donde se propone alistar una serie de obras y autores imprescindibles para ser leídos.
Observo cierta postura maniquea al afirmar qué es lo que se debe leer o no. Por el contrario, y más allá de lo que pronuncia Bloom, entiendo que para los lectores de Argentina -al menos- hay ciertos textos que resultan sumamente prescindibles en nuestro propio corpus de lectura.
No veo ninguna necesidad de estar obligados a leer, por ejemplo, “La divina comedia” de Dante Alighieri. Claro que fue muy influyente desde su poética y precursora de cierto material incluso político y filosófico, sin embargo me atrevo a pensar que un “lector medio” de este tiempo (no quiero usar el término barthesiano “lector común”)  no precisa leer tal obra. Así como tampoco precisa conocer “Los cuentos de Canterbury” de Chaucer ni los poemas de Milton o las novelotas insufribles de Proust.
Sólo por nombrar algunos de los autores que Bloom describe por su estética, profundidad, influencia, estilo o procedimiento, entiendo que hay otros tantos que tampoco merecen la pena siquiera un ojeo a sus páginas. Tal es el caso de la literatura naturalista de Stendhal o la obra de Octavio paz (incluso ganador de un Nobel), y hasta me atrevo a decir que “Cien años de soledad” de García Márquez es una de las novelas del autor colombiano menos importante.
Este análisis parte de que muchos textos reconocidos ya sea por la crítica mediática o las ventas o difusión en el mercado, no conllevan motivos para ser explorados más no sea desde la curiosidad que generan en el campo literario y/o intelectual sólo por ser nombrados. “El diario de Anna Frank” es un claro ejemplo de su masiva circulación por la historia alrededor de un libro que en verdad fue, nada más y nada menos, que la fantasía del señor Frank, padre de la joven (si es que ésta existió) y no un testimonio de persecución a judíos por parte de los nazis.
Hay escritores que, por experimentar un cambio de paradigma ya sea estético o político, sus obras han perdido prestigio y resultan claramente prescindibles. El primer Vargas Llosa es más interesante que aquel en el que se convirtió cuando se postuló a candidato presidencia, por ejemplo, o los últimos poemas de Mario Benedetti o los ensayos filosóficos poco profundos del último Sábato. Salvo por “Vigilia del Almirante” después Roa Bastos es hasta un escritor olvidable. Es decir, casos sobran. Está claro que hay ciertos criterios que son ignorados a la hora de promocionar un libro ya que el interés económico parece poder más que el verdadero significado de la obra en sí.
Esto tiene que ver también con que hay escritores reconocidos, vivos o muertos, que han sido sobrevalorados. Es una estrategia de mercado que es útil durante un tiempo. Es el caso de Salinger y Kundera o, más cercano a nosotros, César Aira. Como muchas veces ocurre, un escritor o escritora es leído una vez que murió o si obtuvo un premio importante.
Hay que leer los poemas Homéricos, a Shakespeare, a Cervantes, a Balzac, a Kafka, a Joyce, a Borges. Pero podemos prescindir, como lectores, de acercarnos obligadamente a escritores como J. Swift, John Dos Passos, Virginia Woolf, Céline, Nervo.
Es más, deberíamos agregar al canon (ya, “contracanon”) a autores como Baudelaire, Ray Bradbury, Nabokov, Bukowski, Flanery O’connor, Cortázar, Bolaños, Vallejos, Carpentier, García Lorca, Saramago, Barnes, entre otros, y ofrecer un amplio abanico de escritores que tienen algo importante que escribir y son atractivos por su estilo, lenguaje y/u originalidad.
Siempre digo que lo importante es leer. Hay de todo, cosas buenas y no tan buenas. Los críticos estamos para exigir no para delimitar, y nos exigimos como lectores porque exploramos, buscamos nuevas estéticas, nuevos motivos para hacer de la literatura un campo importante del arte, la política y la sociedad.

viernes, 3 de marzo de 2017

Bartleby, el incomprendido

Bartleby es un personaje kafkiano. Melville construye un sujeto extravagante que resulta una imagen de alguien en épocas de guerra. Melville es un adelantado, o un precursor -en términos borgeanos- para darle un espaldarazo al tipo de protagonista que se construirá en el siglo XX.
El "preferiría no hacerlo" es un espíritu de desorden no sólo mental sino - y lo que me parece más importante- un gesto de desamparo ante la función del empleado en una oficina de "wall street". Y no se trata de una cuestión de "voluntad" como otros críticos han querido demostrar para hacer un análisis del relato porque en esa respuesta hay todo un campo de distorsión social que se complementa con la carga que sufre Bartleby. Hay algo más y se configura en la construcción verbal.
Hay una escena muy clarificadora para desmembrar la elocuencia de la frase más recurrente del texto:
" - Bartleby -dije-, Ginger Nut ha salido; acérquese a la oficina de Correos, ¿le importa? (estaba a tres minutos de marcha), y mire si hay algo para mí.
- Preferiría no hacerlo.
-¿No quiere hacerlo?
- Prefiero no hacerlo."
Las cursivas corresponden a la edición cuya traducción deja bastante que desear. Pero lo que quiero señalar es que por algo el autor marca los dos verbos. Porque "querer" es un tipo de verbo especial ya que si bien no es copulativo exige, en cierta forma, tener un complemento que le dé sentido. Claro que queda implícito de que se trata de "ir a la oficina de correos" pero se enuncia como una opción y no como una imposición. Como verbo transitivo otorga otra posibilidad.
A la contra-pregunta del narrador, el interlocutor responde con énfasis "Prefiero no hacerlo" como una negativa con la posibilidad de decidir, de libertad ante una "orden" que no alcanza, por la intensidad de la exigencia, a ser determinante.
En definitiva, "preferir" se evoca bajo esta posible salvedad o fórmula, tal como la expresa intempestivamente el excéntrico personaje:
 Como preferir no prefiero, pero si no me queda otra...




En este sentido, se prefigura como posibilidad de cumplir o no con lo que se exige de él y esto hace a la personalidad que Bartleby va construyendo a lo largo del relato: desde la negativa.
Bartleby no tiene donde dormir y se presume que ni come o lo hace apenas. Realiza un trabajo como "copista" que no conlleva a algo "creativo" y eso también lo desgasta. Representa la imagen de un individuo al cual el sistema lo ha pasado por arriba. Es Samsa o "el artista del hambre" o, mejor dicho, estos dos son Bartleby en cierta forma atemporal.
Por lo demás, el final es elocuente. Despojado de todo compromiso, pasa sus últimos días en una especie de lo que hoy sería un "hospicio" a soportar su destino maleable (que antes fue alienable). "¡Ah, Bartleby! ¡Ah, humanidad!" exclama el narrador en un acto de desesperación por encontrar una respuesta al desenlace, donde lo incongruente es esencial a lo humano y deja al descubierto las diásporas que pueden desatar el ser.