sábado, 12 de septiembre de 2015

Distancia de rescate. Samanta Schweblin

Estuve leyendo "Distancia de rescate" de Samanta Schweblin y necesito hacer este breve comentario sobre la obra.
Me parece un relato excelente. Original en su técnica y estilo como pocos trabajos de la narrativa actual.
Ya lo descubrí con "Pájaros en la boca" (libro de cuentos que recomiendo). Enunciados punzantes, personajes muy bien construidos y cuyas voces representan más que "modos del decir", diálogos profundos que invitan a seguir leyendo y devorarse el texto sin más prejuicios.
Es la primera novela de Samanta y se nota el ritmo de cuentista, pero eso no afecta a la calidad del material con el que trabaja: el drama, los miedos, la tensión del cuerpo y ese ir y venir del realismo y lo fantástico que lleva a leerse como un hilo fino a punto de cortarse.
Creo que la autora es una de las narradoras argentinas más destacadas de estos años. Si hay una innovación en las letras por estos tiempos, creo que Schweblin es la prueba de que nuestra literatura está en buenas tintas.

Víctor Torres

martes, 1 de septiembre de 2015

CARTA DE UN PADRE A UN HIJO SOBRE EL FÚTBOL. Víctor Torres




Hijo, tal vez no me creas esto que te voy a contar, pero hubo un tiempo en que el fútbol era algo hermoso. Un deporte, más que un deporte si querés, y que se vivía a flor de piel.
Mi viejo, así como yo te cuento hoy a vos, me narraba historias maravillosas alrededor de la pelota. Por él yo conocí a Garrincha, a Distéfano y Cruyff. Expresaba con nostalgias jugadas de Houseman, las rabonas de Borghi, la potencia alemana, los vuelos de palo a palo se Yashin, los gestos de Obdulio en el maracanazo, la máquina del 50'.
Me acuerdo que siempre me decía que yo debía disfrutar del juego, porque en definitiva el fútbol era eso, un juego. Dentro y fuera de la cancha. Que no importaba si ganaba o perdía. Que el rival no era otra cosa que eso, un rival y no un enemigo al cual debía vencer a toda costa.
Más vale una mano para que se levante que una patada que lo deje afuera” solía decirme. ¡Y con cuánta razón!
El viejo me contaba que antes el fútbol se jugaba sin tantos intereses políticos, con menos policías y publicidades (iguales de violentos), con familias enteras yendo a la cancha, sin tejidos, sin tirar piedras. Antes, antes de fallecer, el fútbol reunía a los amigos, y uno se prendía a cortar papelitos para cuando llegara el día del partido tirarlos en la salida del equipo. Se disfrutaba de un choripán, de charlar con un desconocido sobre lo que dejaban algunas jugadas del primer tiempo. Para sacar una entrada no había que hacer días y días de cola a la intemperie sin baño y durmiendo en la calle. Uno iba a la cancha a disfrutar de un espectáculo privilegiado, sano y lejos del espanto.



Hijo, yo quisiera que sepas que el fútbol no siempre fue eso que hoy ves. Siento culpa por entregarte un legado que no es el que debimos heredar. Mientras la pelota rodaba y la muchedumbre en las tribunas no hacía otra cosa que disfrutar de eso como tal, la condición humana se mostraba esperanzadora. Pero un día vino el Señor Negocio, trajinado de ambiciones particulares y maletines codiciosos para adueñarse de una chilena, un caño, un abrazo entre jugadores con distintas camisetas e iguales deseos de jugar a la pelota. De golpe, el sueño ya no era “jugar en primera” o “un mundial” (como decía ese niño en un potrero de Fiorito mientras hacía jueguitos para una cinta en blanco y negro) sino llenarse los bolsillos, una cuenta en Suiza, el último modelo de coche o salir con las útimas modelos del mercado.
No. Porque lo económico influyó en lo político, lo social, lo cultural (sí, ya sé que me vas a preguntar qué es todo eso, ya lo entenderás). Porque ahí el fútbol perdió su belleza, su dignidad. El fútbol dejó de ser el fútbol que mi viejo, tu abuelo, solía describir apasionadamente, con gestos majestuosos rogando por una jugada, incluso del contrario, que le dé señales de que el milagro estaba ocurriendo aún.
Y el negocio no terminaba ahí, no. Comenzó con smoking y continuó con gente que iba a las tribunas. Y que se decía hincha como vos, como yo, como el abuelo, como tantos. Pero esos pocos pudieron con otros muchos, y se adueñaron del circo, del pase de jugadores, de las banderas, de los papelitos, de los choris, mi bicicleta y tu triciclo. Y por eso dejamos de ir ahí donde vos y yo nos reconocemos y compartimos el mismo amor.
Te juro, hijo, que el fútbol era un teatro de pasiones. Un respetuoso laberinto en el que un objeto de cuero redondo e inflado era pretendido por dos grupos de personas que se esforzaban por llevarlo hasta el arco contrario. Y afuera, nosotros maravillándonos, estupefactos con ganas de estar ahí pero concientes de que el aliento era lo que regalaba color que faltaba.
A la plaza vamos a seguir yendo, no te preocupes. Vamos a invitar a los otros chicos del barrio e iremos al único campito que el boom inmobiliario de la ciudad nos ha dejado, ahí donde pastan caballos y vacas.
Y allí sí, jugaremos entre todos, sin normas ni peleas ni dinero. Sin sanciones ni presiones ni represiones. Sólo por jugar.