martes, 24 de noviembre de 2015

La orquesta catalana

Me entero al pasar que el Barcelona volvió a ganar. Volvió a golear. Esta vez la víctima fue un conjunto italiano. El fútbol, desde su juego, está en su mejor esplendor, indudablemente.
Como hincha de River, otro que cada tanto se calza el traje del bien trato del balón, siento la enorme alegría de, muy pronto, compartir un torneo internacional con el mejor equipo de todos los tiempos. Porque desde hace diez años, el Barsa, viene demostrando que todavía era posible que once jugadores pudieran hacer que el brillo del buen juego se posara por un rato en los verdes terrenos del universo.
No sé si juegan a este maravilloso deporte en otras galaxias. Tal vez les falte pasto. De lo que estoy seguro es que nadie lo hace como el equipo de Messi, Neymar e Iniesta. Como antes de Xavi y Ronaldinho, de Rivaldo y Romario, de Diego y Cruyff.
¿Acaso está prohibido que sus rivales toquen la pelota? La ven pasar como perro de la calle, como gato viejo que sabe que es al ñudo correr a ese ratón. ¿Se puede ser tan necio de enfrentar semejante orquesta con la pretensión de no ser avasallado?
No tengo temor de enfrentarlo. Como hincha del fútbol pienso que mi vida debía atravesar este momento único porque el equipo por el cual simpatizo, de pronto, coincidirá causalmente con ese grupo de malabaristas, magos y alquimistas, semidioses vestidos de azul y rojo furioso por llevar a cabo el deseo programado de convertir unas serie de tantos que lo ubiquen como el ganador. Que habrá una mañana en la que se madrugará más que de costumbre, y en un país muy lejano estará mi equipo (si así la debilidad de oriente lo dispone), sus jugadores, representando esos colores y tratar de sofrenar los embates de una máquina capaz de rastrear los orígenes de la humanidad (que seguro tienen que ver con la redonda).
En el fútbol argentino, una goleada de un partido insignificante nos sorprende y es comentada en las antesalas y en las esquinas de paso. Que el Barcelona golee, es una costumbre más como saber que el sol volverá a salir por la mañana.
Quien sabe de fútbol puede darse cuenta que cuando la pelota es dominada por Iniesta –ese muchacho medio pelado con pinta de mozo que danza sobre la gramilla- el mundo deja de ser por un momento ese asqueroso infierno donde priman los desmontes, la corrupción, la esclavitud y otras tantas miserias y se convierte en un circo donde hasta los rivales se divierten.
Una gambeta de Neymar da cuenta de que el ilusionismo es más que una ilusión, que algo hay detrás de ese gesto técnico que te puede dejar con la trucha por tragar moscas. Y si Messi…¡puf! ¿Qué decir que no se haya dicho? Mejor, detractores, mírenlo jugar y después me chiflan. Porque Messi, nuestro Messi, sigue siendo ese niño que no conoce la adultez, que no sabe lo que son las modas ni los mercados, ni el terrorismo, ni nunca se aprendió la tabla del nueve completa porque su mejor labor está en escoger la pelota en algún sector de la cancha y transportarla entre sus pies ligeros, como el divino Aquiles, para terminar abrazado a la gente que lo rodea. Como hacen los chicos en esas plazas perdidas.
Yo creo que Messi no corre, vuela. Sus trotes son para disimular, para desviar la atención, para que nadie sospeche que su virtud es hacer creer a la afición y a los dioses que él es un mortal más.
Ser contemporáneo de ese ballet futbolero, mitad catalán mitad universo, me produce una satisfacción inagotable que lo lamento por mi abuelo que se pasó los últimos años de su vida renegando por no hallar jugada alguna que embelleciera sus ojos. Lo lamento por mis nietos, si es que más adelante no podrán presenciar una escena capaz de nutrir el alma con una pared bien lograda y lujosa como la de este Barcelona. Este Barsa que es lo más parecido a un espíritu divino que hay sobre la tierra, al menos, en lo que va de nuestra era cristiana.