sábado, 10 de enero de 2015

Madurito y un polaco asentado en los bulevares serranos

                                                                                       Por Víctor Torres (vtvictor9@gmail.com)


Quedamos con Jorge que a las once nos encontraríamos en la estación a esperar al polaco. Después de un viaje de casi diez horas seguro querría tomar algo fresco y hacer una siesta. Tandil en invierno es una ciudad más de la Patagonia pero en verano es cercano al Sahara. Llegué antes de las once y me senté en un banco. Mantuve una botellita de agua fresca a mi alcance porque era fácil deshidratarte en los mediodías pesados de calor. Hacía dos años que el polaco no venía a vernos y, a decir verdad, los muchachos del club estábamos bastante ansiosos por reencontrarnos con el Viejo, como lo llamábamos. Que Jorge tardara no era extraño. En ese tiempo estaba trabajando en la redacción de un matutino que por esos meses saldría a las calles de la ciudad. La depresión de los últimos años hicieron de Jorge un personaje ameno, un poco extraviado de sí mismo, una “metafísica equivocada” diría el polaco cuando lo analizó con un texto de no sé qué filósofo europeo del siglo XIX. El tren siempre se retrasaba. Lo extraño sería que llegara a horario. Las locomotoras estaban bastante derruidas y los vagones -sobre todo por dentro- dejaban mucho que desear. “Viajamos con piedras de las canteras” ironizaba el polaco cada vez que descendía del furgón. “Un poco afiladas, pero bien” concluía con su inconfundible acento. Conocí el polaco en el Café “Rex” de Buenos Aires, pero sólo de vista. En ese momento estaba muy ocupado en la traducción de “Ferdydurke” con otra gente. Lo admiré desde el primer momento en que lo vi. Fue en el Bar “Ideal” de Tandil donde entablé una conversación con él después de una ginebra. Al viejo le gustaba beber una copita antes de escribir. Recuerdo que “Cosmos” le estaba rompiendo el marote porque no le cerraba la idea de una “boca rota por un accidente” o algo por el estilo. Lo cierto es que ya eran las once y veinte y el tren no llegaba. Caminé por el zaguán de la estación siempre con la botellita de agua en la mano. Cada tanto me tanteaba el bolsillo para recordarme los medicamentos que le le había conseguido de manera ilegal para el asma. Y llevaba conmigo, en mi mente, el otro encargo que me había hecho el polaco, quizá el más sustancial de los pedidos. Creo que fue media hora después cuando se asomó la trompa del tren que venía de la capital. Casi veinte vagones se acomodaban uno tras otro entre las vías que culminaban en la sombra que se proyectaba en el anden. Por allá, a unos metros, reconocí que la valija marrón y el saco anudado en la manija eran señales de que polaco pisaba nuevamente tierras tandilenses. Traía cara de traste y un sudor en la frente que se quitaba con un pañuelo blanco cada medio minuto. “Un calor de re cagarse” dijo patinando las erres. Nos abrazamos y enseguida me preguntó por Jorge. “No sé” le dije, “se debe haber complicado con el diario”. “Bah, tonterías hombre. ¡Pa' la bosta que escribe!” dijo sarcástico.
La gente se amontonaba en los pasillos de la estación como si fuera el único lugar de reencuentro de personas que hace tiempo no se ven. Esquivando gente para no arrojarlas a las vías emprendimos camino para el lado de la avenida Colón y agarrar un taxi que nos llevara a la casa del polaco, cerca del parque. “¿Y si pasamos por la redacción del diario?” me preguntó. “Me preocupa este muchacho cuya tendencia al suicidio considera contagiosa... La existencia es más problema que solución, ¿no sé si alguna vez te lo dije?”. Me reí con ganas. “El polaco está de vuelta” dije para mis adentros. La ciudad estaba tranquila, paciente. “Decir que está el aire de las sierras sino este pueblo sería un fiasco” dijo mientras seguía por la ventanilla un sulky con una familia a cuestas que se ganaba la vida juntando chatarras. “¿Tenés lo mío?”. “Sí, acá tenés”. Y saqué un blíster con algunas pastillas aprisionadas. “Lo otro”, dijo impaciente, “¿me conseguiste lo que te pedí por teléfono?”. Su mirada fue de reproche pero enseguida lo calmé cuando le aseguré que yo nunca le había fallado. “Es un hecho” le respondí en voz baja. “Madurito, como te gustan” concluí. Llegamos a la redacción y obligamos a Jorge a dejar el laburo para sumarse a la caravana. “Siempre igual polaco vos, eh” dijo el periodista mientras se daban la mano. Conversamos durante el viaje en taxi de la dictadura, el peronismo y The Beatles. “Ustedes son boludos” repetía el viejo ante cada acotación nuestra. “Argentino Boludo. Argentino Boludo”. Llegamos a la casa y enseguida tomamos un vino añejo que el polaco guardaba en la alacena desde la última vez que había estado por acá. “¿Qué hacés a la noche Jorgito?”. “Tengo que volver al diario Viejo, la semana que viene largamos con la primera tirada y estamos hasta las bolas. Va a ser un semanario nomás”. Jorge le contó el proyecto al polaco y éste lo escuchó con suma atención hasta que el primer bostezo anunciaba que el descanso era necesario. Dejamos al Viejo y yo volví por la noche con lo que me había solicitado. El calor seguía siendo insoportable y los mosquitos todavía merodeaban impacientes, como el polaco. Ya eran las diez de la noche. Entré por el costado y el polaco aguardaba en su cuarto. “Lo tengo afuera” le dije. “Bueno” me respondió otorgándome el permiso para hacerlo entrar. Tenía diecisiete años, de cabello rubio (como a él le gustaban), flaco y alto. Le hice un gesto con la cabeza y le puse la plata en el bolsillo del pantalón. Entró directo a la habitación y cuando cerró la puerta yo salí hasta la vereda y me prendí un pucho para esperar.

1 comentario:

  1. Diana Felicitas Calvo10 de enero de 2015, 14:43

    Muy buen relato! Posee una natural narrativa descriptiva, amplia y dinámica

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