miércoles, 29 de septiembre de 2010

Como si lo hubiera vivido

Recuerdo, mientras olfateo el café instantáneo aquel tiempo en el que solía andar, empírico. La grandeza con la que solía toparse mi presencia en lugares donde el oficio me acercaba y resplandecía en grupo de canónicos llenos de relatos.
Me causaba orgullo, propio y ajeno, compartir en Constitución junto a los personajes de quien no recibió el Nobel por apoyar las causas políticas de la Argentina de los setenta. Borges, el de inquisidores fervores y ficciones laberínticas que se han colado en la literatura como fantásticos relatos.
Y no es el único que mi nostalgia improvisa. Una vez, entrevisté a Sábato sin perturbarlo. Un túnel se sumergió sobre Parque Lezama, personajes desgraciados me incentivaron a nombrarlos, y terminaron en una pintura que instauraba la simbiosis del desarraigo.
Tampoco se me puede escapar aquella siesta de veraneo en París. Me lo crucé en un embotellamiento, kilómetros de autos luciendo su marca adornaban las rutas en el sur de la ciudad. Él, a un costado, en la banquina, anotaba un par de cosas que nunca supe de qué se trataba. Con un gatillo en la “r” le hablaba a un siamés que le acariciaba la espalda. Escuchaba las melodías de Amstrong, su Dios, al que alguna vez imitó con la trompeta.
Pude calcular con exactitud cada perímetro de sus párrafos con sólo un juego, “Rayuela”, de un cielo que veo cada vez más lejos. Piglia me contó que, después de ese juego extenso, ya no hubo originalidad. Tiempo después, en Palermo Viejo, me preguntaron por Florencio.
Bien puedo describir unas cañas en Tortoni con Macedonio. Ese viejo rebuscado y quejumbroso que con distintos avatares se encaprichaba en un a novela metódica y vanguardista. Nunca me creyeron, pero en unas notas sobre lo que debe ser la estructura de una novela vanguardista dejó sentado el destino que se merecía por ser feliz. Cualquier dramaturgo lo hubiese ignorado.
Imploro, ya con los labios mojados, a Marechal. “Si Sófocles creó a Antígona, vos la construiste”. Recorrí cada rincón de su “Laberinto de amor” en “Días como flecha” que impactaron en Villa Crespo.
Y ahora imagino. ¡Cómo quisiera ser aquel gaucho matrero que renegaba de todo! (Sería un papel accesible), o uno de los Siete Locos, O el hombre fiel que evite que Alfonsina se interne en el mar. Pero preferiría refutar mano a mano con Fontanarrosa (de prosa común pero de oralidad implacable) y Soriano en vez de leer sus cuentos, o reírme con Girondo y acompañar a Walsh en la lucha y en la militancia por el pueblo.
Aún anhelo un desafío: unir en un diálogo a Fierro y Don Segundo Sombra.

Todo esto recuerdo mientras el café se enfría, un momento que me hace sentir como si realmente lo he vivido. Este es un sencillo homenaje para los que, con unos libros, me han brindado su amistad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario