Parecías venir del cielo, de algún paraíso. Adormecida, apenas podías flamear por los aires que de cuando en cuando suelen instalarse en mi jardín.
Totalmente desvanecida caíste contra el canto rodado que pavimenta el camino hacia el poniente. En soledad, sólo lograste proyectar el silencio.
Me acerqué prudente a tu cuerpo tendido en el suelo y la palidez me lo decía todo. Habías muerto.
Quizá hoy la primavera comprenda mi nostalgia. Me cuesta comprender cuál fue el motivo del deceso (Haroldo me lo habría hecho saber).
A lo mejor, los factores ambientales la envejecieron, la expulsaron de su hábitat, de su lugar. No quisiera pensar que la mano del hombre hachó su delicado tallo.
Lo peor, es que he sido testigo ocular de su muerte. Tal vez el tiempo se encargue de resucitarla, ahora mismo. Pero su belleza, su juventud, marchitó y la hizo caer como rendida a la desesperanza, al destino prominente de luces y colores.
Disculpen la congoja, pero es así cómo mueren las hojas cuando el tiempo, el otoño o el mismo árbol, las suelta al infinito.
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