Esperando el llamado sin télefono. Porque eso es lo que hace un suplente. los minutos pasan y él parece salirse de sus botines, de sus canilleras, de sus vendas.
El suplente alienta a su equipo con total generosidad, pero en el fondo ruega porque algún compañero se canse y abandone el campo de juego.
No saca número, no llena papeles, pero está en el banco (espacio sagrado de los comentarios, lugar de mejor vista, reposo de los que no aguantan la presión, limbo de los que debutan) donde no ponen sellos y en dónde sí te hacen sudar.
Aún en el mejor momento se desilusiona. Si el equipo va generando, no se mueve. Si el equipo va perdiendo, tiene la excusa de entrar en desventaja.
El segundo tiempo es su aproximación a la gloria. La hinchada lo reconoce: o es ovacionado alzando su nombre al olimpo o es humillado con insultos de todo tipo. Y no solo con puteadas sino también con silencio, que es pero porque te ignoran.
Trota con impaciencia, elonga, transpira como nunca. Mira de reojo al técnico a cada instante que pueda ser el momento, su momento.
Primero desea suplantar al titular en su puesto, pero pasados los tres cuarto de juego sueña con entrar hasta de arquero si es necesario.
Se frota las manos, salta, acelera el recorrido del trote, levanta los brazos, se quita el buzo, la pechera. En fin, trata de llamar la atención. Se come las uñas, se acerca al ayudante, habla con el preparador físico mostrando confianza.
El primer cambio se da por acumulación de amarillas de un volante. Las ansias persisten.
El segundo cambio resulta de una lesión del lateral derecho que se desplazó por su línea todo el partido. Las chances disminuyen pero su esperanza lo avala.
Quedan diez minutos de juego y un solo un cambio. Crisis, pavor, locura destino, suerte. El suplente parece acalambrarse de los nervios (¡No ahora, querido!). Ahora reza. ¿Qué diran sus amigos, su novia, su familia, la gente del barrio? ¿No entró porque no lo tienen en cuenta?
De pronto, la situación es inmejorable. El técnico mira el banco y enseguida su cuerpo atropella al de los otros, se amortigua en el deseo, se abalanza contra las demás voluntades. Y es ahí cuando el DT dice: "¿Cuánto falta?".
El ingreso es irresistible. Se piensa, se imagina dentro de la cancha, dribleando y convirtiendo el gol que lo catapulte a la gloria y al suplemento del lunes.
Ahora sí el técnico lo elige entre esa multitud inmensa de tres jugadores y, listo para recibir indicaciones, se apresta a comenzar su breve incurrencia por el campo de juego.
El suplente alienta a su equipo con total generosidad, pero en el fondo ruega porque algún compañero se canse y abandone el campo de juego.
No saca número, no llena papeles, pero está en el banco (espacio sagrado de los comentarios, lugar de mejor vista, reposo de los que no aguantan la presión, limbo de los que debutan) donde no ponen sellos y en dónde sí te hacen sudar.
Aún en el mejor momento se desilusiona. Si el equipo va generando, no se mueve. Si el equipo va perdiendo, tiene la excusa de entrar en desventaja.
El segundo tiempo es su aproximación a la gloria. La hinchada lo reconoce: o es ovacionado alzando su nombre al olimpo o es humillado con insultos de todo tipo. Y no solo con puteadas sino también con silencio, que es pero porque te ignoran.
Trota con impaciencia, elonga, transpira como nunca. Mira de reojo al técnico a cada instante que pueda ser el momento, su momento.
Primero desea suplantar al titular en su puesto, pero pasados los tres cuarto de juego sueña con entrar hasta de arquero si es necesario.
Se frota las manos, salta, acelera el recorrido del trote, levanta los brazos, se quita el buzo, la pechera. En fin, trata de llamar la atención. Se come las uñas, se acerca al ayudante, habla con el preparador físico mostrando confianza.
El primer cambio se da por acumulación de amarillas de un volante. Las ansias persisten.
El segundo cambio resulta de una lesión del lateral derecho que se desplazó por su línea todo el partido. Las chances disminuyen pero su esperanza lo avala.
Quedan diez minutos de juego y un solo un cambio. Crisis, pavor, locura destino, suerte. El suplente parece acalambrarse de los nervios (¡No ahora, querido!). Ahora reza. ¿Qué diran sus amigos, su novia, su familia, la gente del barrio? ¿No entró porque no lo tienen en cuenta?
De pronto, la situación es inmejorable. El técnico mira el banco y enseguida su cuerpo atropella al de los otros, se amortigua en el deseo, se abalanza contra las demás voluntades. Y es ahí cuando el DT dice: "¿Cuánto falta?".
El ingreso es irresistible. Se piensa, se imagina dentro de la cancha, dribleando y convirtiendo el gol que lo catapulte a la gloria y al suplemento del lunes.
Ahora sí el técnico lo elige entre esa multitud inmensa de tres jugadores y, listo para recibir indicaciones, se apresta a comenzar su breve incurrencia por el campo de juego.
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