Una calle mentirosa, de esas que engañan como si fuera un pasaje, me indica el camino. Miro atento el adoquin que se dibuja en perspectiva sobre mis zapatos gastados y Huarmi va colgada en la wawa de hilado peruano, sin despertar (¿en qué sueño profundo se introducen los niños?).
Paso el café (para ese entonces, el sol ya no está tan molesto y me quito las gafas oscuras). Al fondo veo un negocio que no logra ocupar mi modesto tiempo, porque al girar a la izquiera me encuentro con "Mancha y gato": una librería céntrica de Tandil.
Hacía años que no accedía a ella. Quizá por la oscuridad del pasaje, a lo mejor para no internarme en ese laberinto indescifrable que son las librerías en la que no abundan secciones, orden ni catálogo. Y tal vez eso sea lo curioso de ir a "Mancha y gato". Uno siente galopar allí dentro sin espacio alguno.
Ante la pregunta de Fernando - que así se llama el flaco de barba desprolija que se pierde entre las páginas de Tolstoi o quizá Dostoievsky- me produce cierto pudor consultarle sobre un libro difícil de hallar. Y uno se preguntará si está agotado o es inconseguible. No. nada de eso. Es que el librero mantiene un desorden para un lector como yo al que le produce cierta vergüenza hacerle trepar unos ejemplares de Arlt, unas enciclopedias, unos libritos para chicos y hasta números de folletines de poesía en desuso. Allí adentro, hasta la luz hace gestos de fuerza para entrar.
Como si oliera el desorden (aquí me detengo y mejor cambio "desorden" por "revoltijo") Huarmi se despereza y se despierta. A pesar de sus menudos tres meses ella concibe a los libros como una forma de hacer pucheros si no los tiene.
El miedo se ha ido -tal vez mi hija al despertar lo haya expulsado- y le hablo al librero con total soltura de un libro de Piglia. Fernado, antes de darme una respuesta concisa (juro que no la esperaba) se inclina sobre el monitor de una computadora vieja y se propone buscarlo en el sistema. Me pregunto, ya con crueldad, si en la PC también tendrá el mismo despelote. Me lo pregunto en silencio, claro.
Mientras tanto, a Huarmi parece interesarle una saga de dibujos de animales y letras con colores. Yo me deslizo como puedo entre esos muestrarios de hierro que giran - como si los libros pasearan allí, y se marean- para observar una colección de autores anarquistas. Gambeteo unos mostradores que cargan con teorías de psicoanálisis y textos de autoayuda.
De lejos diviso las obras completas de... No es que me falle la vista, no tengo acceso a ese libro por más empeño que le pongan mis ojos y mi imaginación. Preguntarle a Fernando sería odioso. Es que una pila de cajas de mi altura no me deja avanzar más que desde la puerta.
Casi como un triunfo inesperado, un gol a falta de poco, Fernando baja victorioso de una pequeña escalera para decirme: "¡Acá está!". El tono de orgullo pretende una respuesta rápida. No sé si felicitarlo, hacerle un chiste o mirar el libro demostrando interés. Ésto último me parece lo más sensato y, después de leer la contratapa, le digo que lo llevo.
No crean que me convenció el esfuerzo del librero - no solo por haberlo encontrado sino además por haberse bajado con vida de allí. Sé que el libro vale la pena porque es también un esfuerzo.
Paso el café (para ese entonces, el sol ya no está tan molesto y me quito las gafas oscuras). Al fondo veo un negocio que no logra ocupar mi modesto tiempo, porque al girar a la izquiera me encuentro con "Mancha y gato": una librería céntrica de Tandil.
Hacía años que no accedía a ella. Quizá por la oscuridad del pasaje, a lo mejor para no internarme en ese laberinto indescifrable que son las librerías en la que no abundan secciones, orden ni catálogo. Y tal vez eso sea lo curioso de ir a "Mancha y gato". Uno siente galopar allí dentro sin espacio alguno.
Ante la pregunta de Fernando - que así se llama el flaco de barba desprolija que se pierde entre las páginas de Tolstoi o quizá Dostoievsky- me produce cierto pudor consultarle sobre un libro difícil de hallar. Y uno se preguntará si está agotado o es inconseguible. No. nada de eso. Es que el librero mantiene un desorden para un lector como yo al que le produce cierta vergüenza hacerle trepar unos ejemplares de Arlt, unas enciclopedias, unos libritos para chicos y hasta números de folletines de poesía en desuso. Allí adentro, hasta la luz hace gestos de fuerza para entrar.
Como si oliera el desorden (aquí me detengo y mejor cambio "desorden" por "revoltijo") Huarmi se despereza y se despierta. A pesar de sus menudos tres meses ella concibe a los libros como una forma de hacer pucheros si no los tiene.
El miedo se ha ido -tal vez mi hija al despertar lo haya expulsado- y le hablo al librero con total soltura de un libro de Piglia. Fernado, antes de darme una respuesta concisa (juro que no la esperaba) se inclina sobre el monitor de una computadora vieja y se propone buscarlo en el sistema. Me pregunto, ya con crueldad, si en la PC también tendrá el mismo despelote. Me lo pregunto en silencio, claro.
Mientras tanto, a Huarmi parece interesarle una saga de dibujos de animales y letras con colores. Yo me deslizo como puedo entre esos muestrarios de hierro que giran - como si los libros pasearan allí, y se marean- para observar una colección de autores anarquistas. Gambeteo unos mostradores que cargan con teorías de psicoanálisis y textos de autoayuda.
De lejos diviso las obras completas de... No es que me falle la vista, no tengo acceso a ese libro por más empeño que le pongan mis ojos y mi imaginación. Preguntarle a Fernando sería odioso. Es que una pila de cajas de mi altura no me deja avanzar más que desde la puerta.
Casi como un triunfo inesperado, un gol a falta de poco, Fernando baja victorioso de una pequeña escalera para decirme: "¡Acá está!". El tono de orgullo pretende una respuesta rápida. No sé si felicitarlo, hacerle un chiste o mirar el libro demostrando interés. Ésto último me parece lo más sensato y, después de leer la contratapa, le digo que lo llevo.
No crean que me convenció el esfuerzo del librero - no solo por haberlo encontrado sino además por haberse bajado con vida de allí. Sé que el libro vale la pena porque es también un esfuerzo.
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