El verdadero legado cultural que posee nuestro
continente está hoy olvidado en las inmensas quebradas, en los
páramos andinos, en las escarchas de bosques secos, en las montañas
y llanuras meridionales. Están ahí, como palideciendo, padeciendo.
Desde que el hombre es hombre ha aprendido,
obligadamente, a convivir con la naturaleza que es su hábitat. Así,
casi esporádicamente, se convierte en gregario y comparte, con seres
de su misma talla, la veneración de la madre tierra.
Tal vez, no sea necesario aclarar la vanagloria con que actúan los
que invaden y atropellan no sólo la razón sino también en contra
del espíritu, sin embargo, nos atañe como latinoamericanos que
somos, el poder de sublevarnos contar el enemigo, que ha hecho de la
naturaleza, la materia prima para enajenar.
Los pueblos, cruelmente
invadidos y avasallados tercamente por déspotas en tropelías
desalmadas, murmuran una saya
o un loncomeo,
practican el arte de amar a la Pacha,
acarician rituales
de greda y besan mitos de una historia mal contada. La lucha de los
pueblos originarios nos muestra la identidad americana – que es
nuestra -, el valor de la libertad, el color puro y claro de la
inocencia, el grito de quien reclama lo que le pertenece.
Con la ambición
extranjera de europeizar
la Pachamama
y con ello el Inti
Raymi, Tantanakuy,
la quinoa
y la chicha,
las pandorgas
y el cultrun,
los hombres de la tierra trabajan, pavorosos y endebles, temiendo a
que algún mal día se queden hasta sin sombra.
Nadie se ha atrevido a contarnos que los míticos Pedro
de Mendoza y Juan de Garay se impusieron con una vejación absoluta
con el afán de conquistar tierras que no poseían valor alguno, pues
para la corona española, el Río de la Plata sólo podía ser útil
para la salida de barcos que transportaran oro y esclavos.
No existe una expedición
en América que no haya terminado con la muerte de los habitantes
originarios. ”Solamente
en Potosí fueron exterminados seis millones de Indios”,
nos cuenta Víctor Heredia. Lo que en la jerga histórica se denomina
Genocidio, como el de Pizarro, o Roca y compañía, o el de los
dictadores, latifundistas y monopolios neoliberales de ahora, han
exterminado estas tierras y hace que – a la vez – resistamos y
nos repleguemos en enseñar los valores de las culturas que
heredamos, enseñar que la diversidad nos fortalece y que en verdad
el respeto al prójimo puede hacer que el mundo sea lo que deseamos.
En otras proporciones, Tandil fue sometido a la
imposición militar por sobre habitantes que trabajaban la tierra y
la piedra. Tildan al Brigadier General Martín Rodríguez de negociar
pacíficamente con aborígenes de esta zona serrana (mezcla de pampas
y mapuches) para cimentar el Fuerte de la Independencia, redundancia
pura, ¿acaso no somos hoy más dependientes que nunca?. Los doce
mil habitantes originarios de la zona de la ventana fueron jaqueados
por el poder militar de turno, hacia 1823.
El resultado de
semejantes ultrajes son los cambios climáticos, el secado de ríos,
las inundaciones, la infertilidad de la tierra luego de fertilizantes
y herbicidas - químicos inorgánicos -, el desgrano de cauces (como
Pilcomayo) y otras deshonras que el hombre procede para taparse un
bolsillo y almacenar usufructos. Las comunidades originarias de
América Latina sufren una terrible pobreza; ellos, que alguna vez
supieron proteger a la tierra hoy languidecen al compás de una
vidala. Ya sabrá el tiempo componer algún huayno
quejumbroso que arengue a los dioses para fecundar la pacha
o reconocer en un
rostro amigo una sonrisa llena de libertad.
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