Hijo,
tal vez no me creas esto que te voy a contar, pero hubo un tiempo en
que el fútbol era algo hermoso. Un deporte, más que un deporte si
querés, y que se vivía a flor de piel.
Mi
viejo, así como yo te cuento hoy a vos, me narraba historias
maravillosas alrededor de la pelota. Por él yo conocí a Garrincha,
a Distéfano y Cruyff. Expresaba con nostalgias jugadas de Houseman,
las rabonas de Borghi, la potencia alemana, los vuelos de palo a palo
se Yashin, los gestos de Obdulio en el maracanazo, la máquina del
50'.
Me
acuerdo que siempre me decía que yo debía disfrutar del juego,
porque en definitiva el fútbol era eso, un juego. Dentro y fuera de
la cancha. Que no importaba si ganaba o perdía. Que el rival no era
otra cosa que eso, un rival y no un enemigo al cual debía vencer a
toda costa.
“Más
vale una mano para que se levante que una patada que lo deje afuera”
solía decirme. ¡Y con cuánta razón!
El
viejo me contaba que antes el fútbol se jugaba sin tantos intereses
políticos, con menos policías y publicidades (iguales de
violentos), con familias enteras yendo a la cancha, sin tejidos, sin
tirar piedras. Antes, antes de fallecer, el fútbol reunía a los
amigos, y uno se prendía a cortar papelitos para cuando llegara el
día del partido tirarlos en la salida del equipo. Se disfrutaba de
un choripán, de charlar con un desconocido sobre lo que dejaban
algunas jugadas del primer tiempo. Para sacar una entrada no había
que hacer días y días de cola a la intemperie sin baño y durmiendo
en la calle. Uno iba a la cancha a disfrutar de un espectáculo
privilegiado, sano y lejos del espanto.

Hijo,
yo quisiera que sepas que el fútbol no siempre fue eso que hoy ves.
Siento culpa por entregarte un legado que no es el que debimos
heredar. Mientras la pelota rodaba y la muchedumbre en las tribunas
no hacía otra cosa que disfrutar de eso como tal, la condición
humana se mostraba esperanzadora. Pero un día vino el Señor
Negocio, trajinado de ambiciones particulares y maletines codiciosos
para adueñarse de una chilena, un caño, un abrazo entre jugadores
con distintas camisetas e iguales deseos de jugar a la pelota. De
golpe, el sueño ya no era “jugar en primera” o “un mundial”
(como decía ese niño en un potrero de Fiorito mientras hacía
jueguitos para una cinta en blanco y negro) sino llenarse los
bolsillos, una cuenta en Suiza, el último modelo de coche o salir
con las útimas modelos del mercado.
No.
Porque lo económico influyó en lo político, lo social, lo cultural
(sí, ya sé que me vas a preguntar qué es todo eso, ya lo
entenderás). Porque ahí el fútbol perdió su belleza, su dignidad.
El fútbol dejó de ser el fútbol que mi viejo, tu abuelo, solía
describir apasionadamente, con gestos majestuosos rogando por una
jugada, incluso del contrario, que le dé señales de que el milagro
estaba ocurriendo aún.
Y
el negocio no terminaba ahí, no. Comenzó con smoking y continuó
con gente que iba a las tribunas. Y que se decía hincha como vos,
como yo, como el abuelo, como tantos. Pero esos pocos pudieron con
otros muchos, y se adueñaron del circo, del pase de jugadores, de
las banderas, de los papelitos, de los choris, mi bicicleta y tu
triciclo. Y por eso dejamos de ir ahí donde vos y yo nos reconocemos
y compartimos el mismo amor.
Te
juro, hijo, que el fútbol era un teatro de pasiones. Un respetuoso
laberinto en el que un objeto de cuero redondo e inflado era
pretendido por dos grupos de personas que se esforzaban por llevarlo
hasta el arco contrario. Y afuera, nosotros maravillándonos,
estupefactos con ganas de estar ahí pero concientes de que el
aliento era lo que regalaba color que faltaba.
A
la plaza vamos a seguir yendo, no te preocupes. Vamos a invitar a los
otros chicos del barrio e iremos al único campito que el boom
inmobiliario de la ciudad nos ha dejado, ahí donde pastan caballos y
vacas.
Y
allí sí, jugaremos entre todos, sin normas ni peleas ni dinero. Sin
sanciones ni presiones ni represiones. Sólo por jugar.